domingo, 28 de junio de 2009

Los secretos de los Bancos

SETEM ha presentado esta mañana en Madrid, www.lossecretosdelosbancos.org (con información en inglés, francés, alemán y castellano), en la que quedan al descubierto las inversiones que muchos bancos realizan en proyectos dañinos para el medio ambiente y que violan los derechos humanos. Esta presentación se ha realizado de manera simultánea en España, Francia, Bélgica, Reino Unido y Alemania.

La página www.lossecretosdelosbancos.org es una web de información, sensibilización, denuncia y acción y ha sido posible gracias al trabajo de seis organizaciones miembros de la red internacional BankTrack, concretamente: Campagna per la Riforma della Banca Mundiale (Italia), Friends of the Earth (Francia), Netwerk Vlaanderen (Bélgica), Platform (Reino Unido), Urgewald (Alemania) y SETEM (España), única ONG española que forma parte de esta red.

Estas organizaciones han investigado a trece bancos europeos: Banco Santander, Barclays, BBVA, BNP Paribas, Citigroup, Credit Agricole, Deutsche Bank, ING, Intesa Sanpaulo, HSBC, RBS, Société générale y Unicredit. Y como fruto salen a la luz las relaciones entre dichos bancos y algunas compañías acusadas de apoyar regímenes dictatoriales, causar daños medioambientales irreversibles, o fabricar armas de efectos indiscriminados como las bombas de racimo[1] y las minas anti-persona[2]

Los trece bancos que han sido investigados han invertido en total una suma de 39,6 billones de euros en 14 de estas compañías de dudosas prácticas, como Textron, o la compañía china Petrochina, de las que algunos de éstos también son accionistas.

Así, desde SETEM y a red BankTrack, se cuestiona el modo en que nuestros bancos utilizan el dinero que depositamos en ellos. Por ello se exige que no se invierta más en empresas que violan los derechos laborales, contaminan el medio ambiente o fabrican armas devastadoras para la población.

Además, desde www.lossecretosdelosbancos.org se facilita el envío de cartas a los bancos analizados y se ofrecen alternativas de banca ética.



[1] La recomendación de abolición de estas bombas se recoge en la Convención sobre municiones de racimo acordada en la Conferencia de Naciones Unidas, de Dublín, en mayo de 2008

[2] Las minas anti persona fueron prohibidas por el Tratado de Ottawa de Naciones Unidas de 1997 y que entró en vigor en 199.


lunes, 22 de junio de 2009

España progresa adecuadamente

En España los impuestos son progresivos. Un empleado paga hasta el 43% de sus ingresos. Un empresario paga el 30% de sus beneficios (que no ingresos). Y los ricos muy ricos pagan el 1% a través de una SICAV (Sociedad de Inversión de Capital Variable). En 2005, después de que algunos inspectores de Hacienda fisgasen en las SICAV, donde guardan sus dineros las grandes fortunas, el Congreso votó de emergencia y casi por unanimidad que fuese la CNMV, y no la molesta Hacienda, quien las vigilase (es un decir). En España los impuestos son progresivos: cuanto más tienes, menos pagas. Y así progresivamente.

En España los impuestos son tan progresivos que Cristiano Ronaldo tributará al 24%, igual que un mileurista. “Esto se justificó en su día por el hecho de que había profesiones con una vida muy corta”, explicó Elena Salgado en El País. La vicepresidenta se equivoca: nunca fue ése el argumento. La bula galáctica viene de una reforma fiscal de Aznar (que no ha derogado Zapatero) para que los extranjeros que vengan a trabajar en España sólo tributen al 24%, ganen lo que ganen, sean futbolistas o plomeros. Pasará a la historia como la Ley Beckham porque el inglés fue el primero en acogerse a sus ventajas. Decía el Gobierno que ayudaría a que nuestras empresas fuesen más competitivas en la caza de talento foráneo. Como de talento en España vamos sobrados –por eso tantos científicos se van a trabajar fuera–, esta ayuda fiscal ha servido para fichar a esos profesionales tan importantes para ese nuevo orden económico basado en el conocimiento y la tecnología: los futbolistas. Y así progresa la economía española, otra vez campeones de Europa.

Ignacio Escolar. Público

domingo, 21 de junio de 2009

Por qué los economistas y medios liberales están equivocados

En un artículo reciente en el The New York Times (03/02/09), el Premio Nobel de Economía, Paul Samuelson, criticaba a aquellos economistas que durante la Gran Depresión, a principios del siglo XX, negaron la necesidad de estimular el crecimiento económico y la producción de empleo a través del incremento de la inversión pública. Pero la mayor crítica de Samuelson era para los economistas de ahora, que también se oponen al crecimiento de la inversión pública como manera de resolver la crisis económica actual. Samuelson señalaba que sólo la ceguera ideológica puede explicar que tales economistas ignoren la enorme evidencia acumulada durante aquel periodo. La evidencia empírica, que muestra como la inversión pública resolvió la crisis de la Gran Depresión, es abundante y robusta.

Si miramos qué pasó durante la Gran Depresión a principios del siglo XX, podemos ver que el Presidente Herbert Hoover hizo lo que los economistas liberales y el PP están pidiendo hoy en España. Hoover bajó el gasto público para equilibrar las cuentas del Estado, alcanzando incluso un superávit, en el año 1929-1930. El deterioro que ello causó (la economía sufrió un gran bajón; el desempleo alcanzó a ser el 23% de la población activa; desaparecieron ocho millones de puestos de trabajo) hizo insostenible tal política de mantener equilibrado el presupuesto del Estado. Ello explica que Franklin D. Roosevelt ganara las elecciones y a partir del año 1933 se iniciaran una serie de medidas que estimularon la economía (ver mi artículo “Cómo salir de la II Gran Depresión“). Entre estas medidas hubo, en el año 1933, un aumento del gasto público (se dobló en un año) y un crecimiento del déficit público que alcanzó el 4,3% del PIB. Resultado del estímulo económico, la economía estadounidense aumentó un 10% al año desde 1934 a 1936, y el desempleo bajó al 9% de la población activa.

Esta evolución exitosa hizo creer que ya se estaba resolviendo la crisis económica -la Gran Depresión- y que podía y debería comenzar a reducirse el déficit del Estado. Y en 1937 se inició la política de reducción del déficit del Estado (tal como está aconsejando ahora el Sr. Miguel Angel Fernández Ordóñez, gobernador del Banco de España). El impacto negativo fue casi inmediato. En 1938, el desempleo subió tres puntos, alcanzando un 12% de la población activa. De ahí que Roosevelt, dándose cuenta de que se había equivocado, aumentó de nuevo el gasto público, permitiendo un aumento del déficit del estado. El desempleo bajó de nuevo, descenso que fue facilitado por la entrada de EEUU en la II Guerra Mundial, lo cual significó un enorme incremento del gasto público. Hasta aquí los datos.

La evidencia de que la Gran Depresión se resolvió debido al enorme crecimiento del gasto público es, pues, definitiva, por mucho que ideólogos liberales continúen basando sus creencias en la fe liberal en lugar de en la evidencia científica. Uno de los autores, apóstoles del liberalismo, que continúa cuestionando aquellos hechos -sujeto de crítica de Samuelson- es el economista Barro, al cual podríamos añadir un gran número de economistas españoles liberales que gozan de grandes cajas de resonancia en los medios de información (tales como el “darling” del establishment financiero español, el Sr. Sala i Martí) (ver “El Pánico seguirá”. La Vanguardia. 12.03.09). Consecuencia de la gran influencia de tales ideólogos todavía persiste un debate en España sobre si una de las maneras más efectivas de resolver la crisis de la economía real de nuestro país es aumentando la inversión pública. En gran parte del mundo, este debate es anticuado. En su lugar, el debate es como crear empleo a partir del gasto público. En España comienza ya a generalizarse (¡por fin!) que hay que aumentar las inversiones públicas como manera de crear empleo y a la vez modernizar el país. Esperemos que esta propuesta vaya aumentando en su aceptación.

Ahora bien, quisiera acentuar que esta política de inversiones en obras públicas (a las cuales se añaden también inversiones en educación y en investigación y desarrollo), aunque necesaria, es insuficiente. Se requieren, además, inversiones en los servicios públicos del Estado de Bienestar. El Instituto de Economía Política de la Universidad de Massachussets, en un estudio dirigido por el Profesor Robert Pollin (y que influenció, en gran manera, a la Administración Obama), ha analizado la tasa de creación de empleo que puede alcanzarse a partir de una misma cantidad de inversión pública. El estudio calculaba cuantos puestos de trabajo se creaban por cada 1.000 millones de dólares de gasto público. Tal estudio econométrico muestra que la creación de nuevos empleos mediante el ahorro creado por la reducción de impuestos (la propuesta elegida por los economistas liberales y conservadores) tiene un estímulo económico muy bajo, resultado, en gran parte, de que la población, que está profundamente endeudada, no gasta tal dinero sino que lo utiliza para pagar sus deudas. En EEUU, sólo una tercera parte de los fondos adquiridos a base de reducción de impuestos se gastó en consumo. Algo más de producción de empleo tuvo el gasto militar. Pero, donde la producción era mayor fue en los servicios públicos y muy en especial en sanidad, escuelas de infancias, servicios domiciliarios y servicios sociales. Era en estos servicios donde la producción de empleo era más acentuada. Es un error que el gobierno socialista español no esté dando mayor importancia a la inversión en estos servicios públicos como manera de resolver la crisis, crear empleo y modernizar el país. Esto es, por cierto, lo que está intentando hacer la Administración Obama en EEUU. Es a través de esta inversión pública que se moderniza el país y se crea empleo a la vez. Siendo éste, de nuevo, otro indicador de la gran influencia del pensamiento liberal en la cultura económica de España. Hoy el debate sobre cómo reducir el desempleo se está centrando en la desregulación de los mercados de trabajo y no en como modernizar y crear empleo a base de invertir y aumentar el gasto público.

Una última observación. Estamos hoy viendo una campaña liberal con gran apoyo mediático, que intenta explicar el escaso desempeño económico español como consecuencia de lo que se considera un excesivo tamaño del empleo público (que define como funcionarios) en las distintas administraciones públicas. Así, El Periódico publicó el pasado lunes (15.06.09) un amplio informe de dos páginas, y El País, edición Cataluña, un artículo (llamado “Funcionarios”), firmado por su colaborador habitual, Enric González, en los que se denunciaba el excesivo tamaño del sector público como una causa del escaso desempeño económico. Como prueba de la supuesta exuberancia del sector público, señalaban que en España había casi tantos funcionarios como empresarios.

Lo que tales escritos definen incorrectamente, erróneamente y (creo) maliciosamente como funcionarios, no son funcionarios. Incluyen como tales a todas las personas empleadas en el sector público (sea sector central, autonómico o local), trabajando en su mayoría en los servicios del estado del bienestar, como sanidad, educación, escuelas de infancia, servicios de dependencia, vivienda social, servicios sociales, además de correos, transportes públicos, servicios de seguridad pública y otros. Estos empleados tienen distintos tipos de contratos, de los cuales, por cierto, los funcionariales son una minoría (28%).

El segundo error en aquellos informes es que consideran que el hecho de que en España el número de personas empleadas en el sector público sea casi igual al número de empresarios y autónomos como causa de alarma, mostrando esta situación como ejemplo de la exuberancia del sector público. En realidad, en todos los países de la UE-15 (el grupo de países de semejante nivel de desarrollo económico que España) el número de empleados en el sector público es mucho mayor que en el número de empresarios y autónomos. Así, mientras el porcentaje de personas adultas que son empresarios y autónomos en España (10,64%) es mayor que en el promedio de la UE-15 (9,78%), el porcentaje de personas adultas trabajando en el sector público es sólo un 9,51%, uno de los porcentajes menores en la UE-15, cuyo promedio es un 16%. En los países escandinavos es un 29,54% en Dinamarca, un 19% en Finlandia, y un 21,34% en Suecia; siendo éstos los países con mayor eficiencia económica en Europa según varios informes sobre competitividad y eficiencia económica (ver “Economic Efficiency in the OECD. Economic Policy Institute”. Washington. 2008). En contra de lo que dicen aquellos medios, en España el sector público está subdesarrollado, y es una de las causas de su bajo rendimiento económico.

Tengo que admitir que me abruma y agota la constante manipulación de los datos que algunos de los medios de mayor difusión del país hacen para promover su ideología transformándolos en meros instrumentos de propaganda en lugar de ser medios de información. Y hay muy pocas voces que denuncien esta manipulación, puesto que el poder de tales medios es enorme. Ruego al lector que, por favor, distribuya activamente esta información que muestra tal manipulación.

Artículo publicado en Sistema Digital.
www.vnavarro.es

lunes, 15 de junio de 2009

Los mensajes tóxicos de Wall Street

Toda crisis tiene un final, y aunque hoy por hoy las cosas pintan negras, también esta crisis económica pasará. Lo cierto, en todo caso, es que ninguna crisis, y mucho menos una tan grave como la actual, remite sin dejar un legado. Uno de los legados de esta crisis será una batalla de alcance global en torno a ideas. O mejor, en torno a qué tipo de sistema económico será capaz de traer el máximo beneficio para la mayor cantidad de gente. En ningún sitio esa batalla es más enconada que en el Tercer Mundo. Alrededor del 80 por ciento de la población mundial vive en Asia, América Latina y África. De entre ellos, unos 1.400 millones subsisten con menos de 1.25 dólares diarios. En los Estados Unidos, llamar a alguien socialista puede no ser más que una descalificación exagerada. En buena parte del mundo, sin embargo, la batalla entre capitalismo y socialismo –o al menos entre lo que muchos estadounidenses considerarían socialismo- sigue estando en el orden del día. Es posible que la crisis actual no depare ganadores. Pero sin duda ha producido perdedores, y entre éstos ocupan un lugar destacado los defensores del tipo de capitalismo practicado en los Estados Unidos. En el futuro, de hecho, viviremos las consecuencias de esta constatación.

La caída del Muro de Berlín, en 1989, marcó el fin del comunismo como una idea viable. Ciertamente, el comunismo arrastraba problemas manifiestos desde hace décadas. Pero tras 1989 se volvió muy difícil salir en su defensa de manera convincente. Durante un tiempo, pareció que la derrota del comunismo suponía la victoria segura del capitalismo, particularmente del capitalismo de tipo estadounidense. Francis Fukuyama llegó a proclamar “el fin de la historia”, definió al capitalismo de mercado democrático como el último escalón del desarrollo social y declaró que la humanidad toda avanzaría en esa dirección. En rigor, los historiadores señalarán los 20 años siguientes a 1989 como el breve período del triunfalismo estadounidense. El colapso de los grandes bancos y de las entidades financieras, el subsiguiente descontrol económico y los caóticos intentos de rescate han dado al traste con ese período. Y también con el debate acerca del “fundamentalismo de mercado”, con la idea de que los mercados, sin control ni restricción alguna, pueden por sí solos asegurar prosperidad económica y crecimiento. Hoy, sólo el autoengaño podría llevar a alguien a afirmar que los mercados pueden auto-regularse o que basta confiar en el auto-interés de los participantes en el mercado para garantizar que las cosas funcionen correctamente y de forma honesta.

El debate económico es especialmente intenso en el mundo en vías de desarrollo. Aunque aquí en occidente tendemos a olvidarlo, hace 190 años una tercera parte del producto bruto mundial se generaba en China. Luego, y de una manera un tanto repentina, la explotación colonial y los injustos acuerdos comerciales, combinados con una revolución tecnológica en Estados Unidos y Europa, condenaron al rezago a los países en desarrollo. A resultas de ello, hacia 1950 la economía china representaba menos del 5 por ciento del producto bruto mundial. A mediados del siglo XIX, en realidad, el Reino Unido y Francia tuvieron que emprender una guerra para abrir China al comercio global. Esta fue la “segunda guerra del opio”, llamada así porque los países occidentales tenían muy poco que vender a China a excepción de estas drogas, que pronto invadieron sus mercados y generaron una amplia adicción entre la población. Con esta guerra, occidente ensayaba una vía temprana de corrección de la balanza de pagos.

El colonialismo dejó una herencia compleja en el mundo en desarrollo. Entre la mayoría de la población, sin embargo, la visión dominante era que habían sido cruelmente explotados. Para muchos nuevos líderes, la teoría marxista ofrecía una interpretación sugerente de esta experiencia, puesto que sostenía que la explotación era en realidad el motor del sistema capitalista. Por eso, la independencia política que las colonias conquistaron tras la segunda guerra mundial no supuso el fin del colonialismo económico. En algunas regiones, como África, la explotación –la extracción de recursos naturales y la devastación del ambiente a cambio de migajas- era evidente. En otros sitios fue más sutil. En diferentes regiones del mundo, instituciones internacionales como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial pasaron a ser vistas como instrumentos de control pos-colonial. Estas instituciones propiciaron el fundamentalismo de mercado (o “neoliberalismo”, como fue a menudo llamado) una categoría idealizada por los estadounidenses como “mercados libres e irrestrictos”. Asimismo, presionaron a favor de la desregulación del sector financiero, de las privatizaciones y de la liberalización del comercio.

El Banco Mundial y el FMI aseguraban que todo lo hacían por el bien de los países en desarrollo. Su actuación estaba respaldada por equipos de economistas partidarios del libre mercado, muchos de ellos provenientes de la catedral de la economía de libre mercado, la Universidad de Chicago. Al final, los programas de los ‘Chicago boys’ no trajeron los resultados prometidos. Los ingresos se estancaron. Allí donde hubo crecimiento, la riqueza fue a parar a los estratos más altos. Las crisis económicas en países concretos se volvieron cada vez más frecuentes. Sólo en los últimos 30 años, de hecho, se produjeron más de cien de considerable gravedad.

En este contexto, no sorprende que las poblaciones de los países en desarrollo creyeran cada vez menos en las motivaciones altruistas de Occidente. Sospechaban que la retórica de la economía libre de mercado –lo que pronto se conoció como “el Consenso de Washington”- era sólo la cobertura de los intereses comerciales de siempre. Estas sospechas se vieron reforzadas por la propia hipocresía de los países occidentales. Europa y Estados Unidos no abrieron sus propios mercados a la agricultura producida en el Tercer Mundo, que con frecuencia era todo lo que estos países podían ofrecer. Por el contrario, los forzaron a eliminar subsidios necesarios para la creación de nuevas industrias, a pesar de que ellos otorgaban subsidios a sus propios agricultores.

La ideología del libre mercado resultó ser una excusa para acometer nuevas formas de explotación. “Privatizar” quería decir que los extranjeros podían comprar minas y campos petrolíferos a bajo precio en los países en desarrollo. Suponía que podían extraer considerables beneficios de actividades monopólicas y semi-monopólicas como las telecomunicaciones. “Liberalizar”, por su parte, quería decir que podían obtener créditos con facilidad. Y si las cosas iban mal, el FMI forzaba la socialización de las pérdidas, con lo que el esfuerzo de pagar a los bancos recaía sobre la población en su conjunto. También comportaba que las empresas extranjeras pudieran arrasar con las industrias emergentes, bloqueando el despliegue del talento empresarial local. El capital fluía libremente, pero el trabajo no, salvo en el caso de los individuos mejor dotados, que podían encontrar un empleo en el mercado global.

Obviamente, éstos no son más que brochazos de un cuadro más complejo. En Asia, por ejemplo, siempre hubieron resistencias al Consenso de Washington e incluso restricciones a la libre circulación de capital. Los gigantes asiáticos –China e India- condujeron la economía a su manera y obtuvieron inéditos índices de crecimiento. Pero en general, y sobre todo en aquellos países en los que el Banco Mundial y el FMI controlaron las riendas, las cosas no fueron demasiado bien.

Para los críticos del capitalismo estadounidense en el Tercer Mundo, la manera en que los Estados Unidos han respondido a la crisis constituye la gota que colma el vaso. Durante la crisis del sudeste asiático, hace apenas una década, los Estados Unidos y el FMI exigieron que los países afectados redujeran el déficit a través de recortes en el gasto social. Poco importó que en países como Tailandia estas medidas contribuyeran a un resurgimiento de la epidemia del SIDA, o que en otros como Indonesia comportara el recorte de subsidios para la alimentación de los hambrientos. Estados Unidos y el FMI forzaron a estos países a aumentar los tipos de interés, en algunos casos en más de un 50 por ciento. Urgieron a Indonesia que fuera dura con los bancos y al gobierno que no acudiera en su rescate ¡Qué peligroso precedente! –dijeron- ¡qué tremenda intervención en el delicado mecanismo de relojería del libre mercado!

El contraste entre la reacción exhibida ante las crisis asiática y estadounidense es notorio y no ha pasado inadvertido. Para sacar a Estados Unidos del pozo, somos testigos de incrementos masivos del gasto y del déficit, así como de tasas de interés que prácticamente han sido reducidas a cero. Las ayudas a los bancos fluyen a diestra y siniestra. Algunos de los funcionarios de Washington que tuvieron que lidiar con la crisis asiática son ahora los encargados de dar respuestas a la crisis estadounidense ¿Por qué los Estados Unidos –se pregunta la gente del Tercer Mundo- prescriben una medicina diferente cuando se trata de sí mismos?

En los países en desarrollo, son muchos los que aún padecen los efectos del sermoneo recibido en los últimos años: adoptad instituciones como las de los Estados Unidos; seguid nuestras políticas; comprometeos con la desregulación; abrid vuestros mercados a los bancos norteamericanos si queréis aprender “buenas” prácticas bancarias; y vended (no por casualidad) vuestras empresas y bancos a los Estados Unidos, especialmente si es a precio de ganga durante las épocas de crisis. Sí, reconocía Washington, puede ser doloroso, pero al final estaréis mejor. Los Estados Unidos enviaron a sus Secretarios del Tesoro (de ambos partidos) alrededor del mundo a predicar la buena nueva. A ojos de muchos, la puerta giratoria que permite a los líderes financieros norteamericanos pasar cómodamente de Wall Street a Washington y otra vez a Wall Street, les otorgaba todavía más credibilidad: parecían combinar a la perfección el poder del dinero y el poder de la política. Los líderes financieros norteamericanos tenían razón en pensar que lo que era bueno para los Estados Unidos o el mundo era bueno para los mercados financieros. Pero lo contrario no era cierto: no todo lo que era bueno para Wall Street era bueno para los Estados Unidos y el mundo.

No es un simple gesto de Schadenfreude, de alegría por la desgracia ajena, lo que motiva el severo juicio que los países en vías desarrollo realizan del fracaso económico de Estados Unidos. También está en juego la necesidad de discernir cuál es el sistema económico que mejor puede funcionar en el futuro. Indudablemente, estos países tienen todo el interés del mundo en que ver una pronta recuperación de los Estados Unidos. Saben que por sí solos no podrían afrontar lo que los Estados Unidos han hecho para intentar revivir su economía. Saben que ni siquiera el elevado nivel de gasto realizado está funcionando demasiado rápido. Saben que a resultas del colapso económico norteamericano, 200 millones de personas más han caído en la pobreza en el curso de los últimos años. Pero están convencidos, cada vez más, de que cualquier ideal económico propugnado por los Estados Unidos es un ideal del que seguramente habría que huir.

¿Por qué debería preocuparnos la desilusión del mundo con el modelo estadounidense de capitalismo? La ideología que promovimos todos estos años ha dejado de funcionar, pero tal vez esté bien que no pueda repararse ¿Podríamos acaso sobrevivir –incluso tan bien como hasta ahora- si nadie se adhiere al modo de vida norteamericano?

Seguramente, nuestra influencia disminuirá, ya que es poco probable que se nos considere un modelo a seguir. En cualquier caso, es lo que ya estaba ocurriendo de hecho. Los Estados Unidos solían desempeñar un papel crucial en el capital global, ya que otros pensaban que teníamos un especial talento para lidiar con el riesgo y para asignar recursos financieros. Hoy nadie piensa algo así, y Asia – de donde proceden buena parte de los ahorros del mundo - ya está desarrollando sus propios centros financieros. Hemos dejado de ser la fuente central del capital. Los tres bancos más importantes del mundo son ahora chinos. El principal banco norteamericano ha caído al quinto puesto.

El dólar ha sido durante mucho tiempo la moneda de reserva. Los países tenían al dólar como referencia para determinar la confianza en sus propias monedas y gobiernos. Sin embargo, progresivamente se ha ido imponiendo en los bancos centrales de diferentes partes del mundo la idea de que el dólar puede no ser un referente de valor. Su valor, de hecho, ha oscilado y ha ido cayendo. El enorme incremento de la deuda norteamericana durante la presente crisis, combinado con los préstamos indiscriminados de la Reserva Federal, han disparado las especulaciones en torno al futuro del dólar. Los chinos han sugerido de manera abierta la posibilidad de inventar algún tipo nuevo de moneda para reemplazarlo.

Mientras tanto, el coste de lidiar con la crisis está desbordando nuestras necesidades. Nunca hemos sido generosos en nuestra ayuda a los países pobres. Pero las cosas están empeorando. En los últimos años, la las inversiones chinas en África han sido superiores a las del Banco Mundial y el Banco Africano de Desarrollo juntos, muy lejos de las realizadas por Estados Unidos. Para afrontar la crisis, los países africanos corren a Beijing en busca de ayuda, no a Washington.

Mi preocupación aquí, en todo caso, tiene que ver con el ámbito de las ideas. Me preocupa que, a medida que se vean con mayor nitidez las fallas del sistema económico y social norteamericano, las personas de los países en desarrollo vayan a extraer conclusiones erróneas. Sólo unos pocos países -y acaso los propios Estados Unidos- aprenderán correctamente la lección. Se darán cuenta de que para salir adelante es necesario un régimen en el que el reparto de papeles entre mercado y gobierno sea equilibrado y en el que haya un estado fuerte capaz de administrar formas efectivas de regulación. Se darán cuenta de que el poder de los intereses privados debe limitarse.

Otros países, empero, sacarán conclusiones más confusas y profundamente trágicas. Tras el fracaso de sus sistemas de posguerra, la mayoría de países ex comunistas retornaron al capitalismo de mercado y encumbraron a Milton Friedman en lugar de a Karl Marx como nuevo dios. Con la nueva religión, sin embargo, no les ha ido bien. Muchos países pueden pensar, en consecuencia, que no sólo el capitalismo ilimitado, de tipo estadounidense, ha fracasado, sino que es el propio concepto de economía de mercado el que ha fallado y ha quedado inutilizado para cualquier circunstancia. El viejo comunismo no regresará, pero sí diversas formas excesivas de intervenir en el mercado. Y fracasarán. Los pobres sufren con el fundamentalismo de mercado, que genera un efecto derrame, pero de abajo hacia arriba y no de arriba hacia abajo. Pero los pobres seguirán sufriendo con este tipo de regímenes, puesto que no generarán crecimiento. Sin crecimiento no puede haber reducción sostenible de la pobreza. No ha habido nunca una economía exitosa que no haya descansado fuertemente en los mercados. La pobreza estimula la desafección. Los inevitables fracasos conducirán a mayor pobreza aún y serán difíciles de gestionar, sobre todo por parte de gobiernos llegados al poder con el propósito de combatir el capitalismo de tipo norteamericano. Las consecuencias para la estabilidad global y para la propia seguridad de los Estados Unidos son evidentes.

Hasta ahora, solía existir una sensación de valores compartidos entre los Estados Unidos y las élites educadas en Estados Unidos alrededor del mundo. La crisis económica ha erosionado la credibilidad de dichas élites. Hemos suministrado a los críticos con la disoluta forma de capitalismo practicada en Estados Unidos, poderosa munición para contraatacar con la prédica de una más amplia filosofía anti-mercado. Y seguimos proporcionándoles más y más munición. Mientras en la reciente cumbre del G-20 nos comprometíamos a no impulsar el proteccionismo, colocábamos una previsión de “compre norteamericano” en nuestro propio paquete de estímulos. Luego, para ablandar la oposición de nuestros aliados europeos, modificábamos dicha norma, de todo punto discriminatoria en relación con los países pobres. La globalización nos ha hecho más interdependientes; lo que ocurre en una parte del mundo afecta a la otra, un hecho probado por el contagio a otros de nuestras dificultades económicas. Para resolver problemas globales, es menester que exista un sentido de cooperación y confianza, así como un cierto sentido de valores compartidos. Esta confianza nunca fue sólida, y no ha hecho sino debilitarse en los últimos tiempos.

La fe en la democracia es otra de las víctimas. En el mundo en desarrollo, la gente mira hacia Washington y ve al sistema de gobierno que permitió a Wall Street prescribir una serie de reglas que pusieron en riesgo la economía global y que, cuando toca asumir las consecuencias, vuelve a recurrir a Wall Street para gestionar la recuperación. Ve permanentes redistribuciones de riqueza hacia la cúspide de la pirámide, claramente a expensas de los ciudadanos comunes y corrientes. Ve, en suma, un problema básico de falta de controles en el sistema democrático estadounidense. Y después que se ha visto todo esto, sólo es necesario dar un pequeño paso para concluir que hay algo que funciona inevitablemente mal con la propia democracia.

Eventualmente, la economía estadounidense se recuperará y, hasta cierto punto, nuestro prestigio en el extranjero. Durante mucho tiempo, los Estados Unidos fueron el país más admirado del mundo, y todavía es el más rico. Guste o no, nuestras acciones están sujetas a permanente examen. Nuestros éxitos son emulados. Pero nuestras fracasos son criticados con escarnio. Todo esto me devuelve a Francis Fukuyama. Fukuyama estaba equivocado al pensar que las fuerzas de la democracia liberal y de la economía de mercado triunfarían de modo inevitable y que no habría vuelta atrás. Pero no estaba equivocado al creer que la democracia y las fuerzas de mercado son esenciales para tener un mundo justo y próspero. La crisis económica, en buena medida desencadenada por el comportamiento de los Estados Unidos, ha hecho más daño a estos valores fundamentales que cualquier régimen totalitario en los tiempos recientes. Tal vez sea verdad que el mundo se encamina al fin de la historia, pero de lo que se trata, ahora, es de navegar contra el viento y de ser capaces de definir el curso de las cosas.

Joseph Stiglitz es profesor de teoría económica en la Universidad de Columbia, fue presidente del Council of Economic Advisers entre 1995 y 1997, y ganó el Premio Nobel de Economía en 2001. Actualmente, preside la Comisión de Expertos nombrada por el Presidente de la Asamblea General de Naciones Unidas para el estudio de reformas en el sistema monetario y financiero internacional.

Traducción para www.sinpermiso.info: Xavier Layret

viernes, 12 de junio de 2009

Evasión fiscal y global

Estos días las noticias nos han traído a casa los conflictos entre el Gobierno peruano (con el Ejército y la Policía por delante) y la población indígena amazónica, que se opone a la explotación del petróleo que se encuentra bajo sus tierras.

Ciertamente, es larga la lista de los argumentos de las organizaciones indígenas que solicitan la derogación de los decretos que, dentro del Tratado de Libre Comercio entre Perú y EEUU, impulsan estas actividades extractivas: desplazamiento de la población, contaminación del medio ambiente, problemas de salud, limitaciones para sus modos de vida y sus sistemas productivos, de caza, de recolección, etc. Los argumentos gubernamentales descansan en los mitificados “beneficios de las inversiones extranjeras”, por los que los países con gobiernos neoliberales se desviven y entregan en bandeja de plata, a precios irrisorios, el control de sus recursos naturales.
Más allá del análisis de modelo productivo y las repercusiones ecológicas y sociales que correspondería analizar en este caso, me parece muy ilustrativo para cuestionar estos supuestos beneficios poner encima de la mesa los resultados de varios informes, como los de las organizaciones Christian Aid e InspirAction, que desenmascaran “el escándalo de un sistema fiscal mundial que permite a los más ricos del mundo –y añado, a las empresas que representan– eludir sus responsabilidades, mientras condena a los más pobres a un desarrollo raquítico”.

Disculpen porque, para abordar estos análisis, quizás les mareo con unos cuantos números, pero creo que nos pueden servir para entender la magnitud y trascendencia del escándalo. Los cálculos indican que los países en desarrollo dejan de cobrar cada año cerca de 130.000 millones de euros en impuestos que las empresas que operan en su territorio evaden con alguna maniobra ilícita (ellos dirían arquitectura financiera) o dejan de pagar gracias a unos tratos sospechosamente preferenciales. Sólo la evasión que las empresas multinacionales realizan en América Latina y el Caribe se ha cuantificado en 50.000 millones de euros. Los informes nombran –precisamente, interesante al pensar en el caso del Perú– a algunas empresas como las petrolera británica British Petroleum, la angloholandesa Royal Dutch Shell y la estadounidense ExxonMobil. Otros datos complementan la información situando en 68.000 millones de euros el escamoteo de las empresas mineras europeas, asiáticas y norteamericanas radicadas en África. También aparecen retratadas en los informes empresas de otros sectores, como la cadena de supermercados Wal-Mart. Precisamente, las cuatro empresas que acabo de citar encabezan, según la revista Fortune, el ranking de las mayores compañías del mundo del 2008. Un ranking que por lo que vemos debería de pasar un serio control antidoping.

Pongamos ahora algunos ejemplos de estas maniobras orquestales en la oscuridad, como el nombre del grupo de la new wave británica. A finales de los 90 Zambia estaba en la bancarrota, cosa que aprovecharon los organismos financieros internacionales para obligar al Gobierno a privatizar sus minas de cobre sin que la población supiera nada de las condiciones que se negociaron. Los royalties o derechos de explotación que las empresas debían pagar por la explotación de sus recursos naturales bajaron del ya ridículo 3% al 0,6% y se apañaron para pagar sólo el 12% de los impuestos corporativos. Parecido al asunto del coltán y de los plátanos. Las mayores reservas mundiales de coltán –mineral que sirve fabricar los chips de los ordenadores, teléfonos móviles, videoconsolas, etc.– están en la República Democrática del Congo, pero, en un año (en el 2006), lo que este país ha recibido por los derechos de las explotaciones mineras ha sido ¡menos de 86.000 dólares! O los plátanos. Ya saben que cada tres veces que compramos un plátano, con toda probabilidad, en dos de ellas se trate de un plátano de las compañías Dole, Chiquita y Del Monte con sede social en EEUU. Pues bien, si dichas compañías en EEUU tributaran alrededor del 35%, en sus periplos por el mundo, con escala en paraísos fiscales, rebajarían su fiscalidad por debajo de la mitad.

Y ahora lo que toca hacer es comparar las cifras. Recuerden que la cifra global de esta evasión fiscal ascendía a 130.000 millones de euros, cuando el presupuesto global que los países ricos destinan a la ayuda al desarrollo es de aproximadamente 83.000 millones de euros. Como dice InspirAction “si los países en desarrollo pudieran contar con todo ese dinero que dejan de recaudar a las empresas, podrían transformar las vidas y las expectativas de millones de personas pobres. Por ejemplo, si se hubiera invertido una cantidad similar en los sistemas sanitarios de estos países desde el año 2000, cada año se habrían salvado las vidas de 350.000 niños menores de cinco años”.

Ante este atraco oficializado, las respuestas gubernamentales para revertirlo no sólo no se dan, sino que, vía los acuerdos de libre comercio como el mencionado entre EEUU y Perú (pero también de la UE), se profundiza y legitima en un nuevo ejercicio de servilismo frente a las transnacionales. Los informes referidos enumeran una serie de posibles medidas para corregir esta situación, a saber: promover un nuevo estándar contable internacional que obligue a las empresas a informar sobre sus actividades en cada país, requerir a los bancos que desvelen la propiedad de las entidades extranjeras a las que prestan servicios, promover la adopción de principios para prevenir abusos fiscales, etc. Pero yo me permito hacer una propuesta alternativa: defender la gestión soberana de los recursos naturales por sus propias poblaciones y exigir desde ya un ejercicio de justicia: la devolución inmediata de todas esas cantidades sustraídas.

Gustavo Duch es miembro de Veterinarios sin fronteras

Fuente: Público